Seguidores

martes, 2 de octubre de 2012

El albardero de Casarrubia



Por Jordi Rodríguez Serras.
(Relato de Las Hurdes) 

Fue un día como cualquier otro; un hecho tan singular como aislado. Un señor hablaba raro a tres generaciones unidas en travesía bajo el cielo abrasador de Castilla y Extremadura, la parte más ignota del reino y de una comunidad de verdor ceniza. Esta historia carece de ficción, y aunque en ocasiones pueda parecer real, tampoco lo es; pero no es mi deseo contrariar mi propia mente con vagos recuerdos de vaho y sombras, por que, de hecho, la situación referida ocurrió de verdad. Sonrisas.

I

Y entonces caí en que debía recoger la cámara y llevármela conmigo. Ya me encontraba fuera de casa, 
en la entrada, esperando a mi padre y al abuelo a que terminaran su fastuso desayuno hipercalórico consistente en dos platos de chorizos fritados en sartén, con un par de huevos rotos de repaso por el aceite, elementos equitativamente desordenados en los platos de cada cual.

En aquel momento mi ego me dijo que el pobre albardero al que había que visitar, tendría que esperar la entrega de su noble trabajo al cliente. Cabe decir que no era tan tarde, tampoco la mañana era muy obstinada en dejarse ver por los incautos que aún dormían en sus camas.

Ocho y media de la mañana, y en Asegur parecía que por la calle no pasaría un ánima.
Ni siquiera un triste gato roñoso. El sol aun no tenía fuerza suficiente para ajusticiar la riera y las cigarras y los trasnochadores inapetentes de sueño fingido como yo.
Y entonces caí en que recogería la cámara y me la llevaría conmigo; dicho esto a mis adentros,
di media vuelta en el aire plantado en el suelo y entré en la casa por enésima vez seguida durante el poco tiempo que llevaba el día. Me caí de bruces al cruzar el primer escalón.
Pasaba a duras penas junto a la cocina, ''maltrecho'', adolorido, guasón. Me encaminé hacia los
dormitorios del piso de arriba, por la escalera estrecha con sumo tiento. Al llegar a la cima, di habida cuenta que la mayoría de los inquilinos todavía dormitaban escalfados en sus camitas sin temor a la canícula del exterior que se avecinaba lenta e iba presentándose mientras la aurora matinal ya parecía pretérita. Entré en la alcoba vacía de mis padres y cogí la deseada cámara fotográfica. Me fui pitando aires con miedo de despertar a los primos, aunque me importaba un rábano soberano despertarlos o no. Finalmente me quedé clavado en mitad del pasillo con tal de no volver a subir. Al poco, bajé las escaleras.

II

Entonces, el agradable trío se sumió enteramente en su particular viaje de media hora de ida y media hora
de vuelta. El joven llevaba en la mano izquierda, ávida de tomarlo todo, un bloc decrépito al que solamente
le quedaban poco más de veinte páginas en blanco, mal contadas. Se atrevía a anotarlo todo, aun a pesar
de molestarse a sí mismo; pequeñas cuartetas que ningún ojo ajeno veía, frases ingeniosas que dejaba
ir de vez en cuando -aunque carentes del ingenio propio de los artistas- y, de hecho, su producción más penosa y putrefacta: poemas de pelo y hojas, vidrio, fuego y arena. Se aposentaba en los asientos de atrás porque no le quedaba otra; a sus diecinueve años no tenía nada que hacer ante el asombroso jaque del abuelo, con sus setenta y pocos años eternos, pues aquel de mayor rango y edad tenía el derecho de acompañar
al conductor, siempre sereno y parco en palabras -con la mirada fija en la carretera salvo por algún cruce esporádico de musas, doncellas o ginetas las cuales hacía años que ya no habitaban por lides semejantes-.

Pues, Severiano ''el Parco'' y Serafín ''el Mozo'' reinaron el trayecto con chotis verbales que suelen caracterizar las relaciones entre padre e hijo durante las vicisitudes propias de la vida adulta.

El sol mordía incluso dentro del vehículo, y sus habitantes sobrevivían a sus lamentos con cada derrape en unas carreteras tan sinuosas que promocionaban el despeño nacional.
-Joder, que calorín pega...- Pasa a toda velocidad una cruz negra fija en un lado de la vía. Severiano ve a tiempo la doncella.- ¿Habéis visto eso, lo habéis visto? Jooo, tíoo, alguién ha muerto ahí, qué lástima-. Se silencia
el clima.
-Mal hecho.-Corresponde don Serafín.  

III

Vislumbramos Casarrubia no muy lejano, apenas se diferenciaban quince o veinte minutos ir del
pueblo hacia allí. Todavía dentro del negro armatoste de hierro, me vinieron a la mente unos ''versos'' de Dylan Thomas, pero como por aquel entonces no me acordaba de ellos de una manera muy lúcida, hoy los tengo bien presentes:
Y la muerte no tendrá señorío. And death shall have no dominion.
Dicho esto, cierro el blog de notas, lo guardo cuidadosamente en uno de los bolsillos derechos de mis pantalones tejanos y palpo la buchaca izquierda para cerciorarme que llevo el móvil ahí, a salvo. Tiento con los pies las rocas recubiertas de líquen. Y me tiro al agua.

IV

Normalmente un cuarto de trayecto se pasa rápido e indoloro, a veces ha de pasar una leve ''aeternitas'' para llegar al destino, cuanto más corto más largo. Sea.
-¿Quién eres?-. Pregunta ''El Niño''.
-Nadie.- Responde el extraño.-Humo de parrilla y luz de luna...
¡Cállese ya, Buñuel!

V

Una señora mayor barría descuidadosamente el suelo del portal de su diminuta casa mientras mi
padre buscaba aparcamiento en la plaza; el abuelo y yo nos tomamos la licencia de bajar antes.
Era una plaza patética y simple, en el buen sentido de las palabras; tallada en piedra y gravada en el suelo por el propio peso de las montañas roncas. Casarrubia era una aldeíta de pizarra atrapada en un bucle temporal. Parecía no poder discernir entre antiguos albores cenicientos y la modernidad propia de los pueblos medianamente informatizados. Pero tenía cierto encanto; sobretodo la fuente erguida y aislada, al lado del tanatorio municipal. Igualmente lítica, presentaba un corte profundo en la sien, del cual emanaban aguas límpidas. En cuanto observé aquella fuente, me pareció hallar una ninfa entre filamentos de agua, jugueteando con el viento y éste esparciéndola por mi nariz. Ese agua me llamaba a mí, tal vez por la sed causada por Apolo -o por las lecturas de Homero.-, y me dirigí a ella, la fuente, para que me saciara. Papá ya había salido del coche e iba acercándose con su imponente bolso rojo de Ferrari.
-Espera, yayo, voy a beber un poco-. Dije con la poca inocencia adolescentil que me quedaba..
-¡No bebas de esa, nieto, que está mala!- Respondía.
Centré mi atención en lavarme las manos.


VI

Siempre que paseo por callejuelas y calles medio concurridas y me encuentro con humanos
-¡Ah, qué horror!- éstos me miran con pavor, como si vieran un monstruo de la naturaleza o un dios.
Tal vez porque voy en compañía de dos personas corrientes.
(...)
El señor me miraba con gesto de incomprensión, era obvio que no creyese en lo que veían sus ojos
escépticos. Esa figura antropomórfica se iba alejando progresivamente de él, y, finalmente, suspiró 
de alivio al comprender que estaba a salvo y que buenas personas, Caballeros Sin Nombre, se llevaban
al dragón pequeñajo que lanzaba pantallas de luz de su mirada impetuosa calle abajo. Me dí cuenta que
por el pueblo pasaba también un riachuelo debajo de un puente, como en Asegur, aunque más delgado
y verde, y le disparé unas cuantas fotos.

VII

Me estaban picando tres mosquitos y una abeja, casi al unísono. Usaban mis brazos como si se
trataran de una orquesta epidaura y pudieran tocarla en coro sus punzantes agujas. Mi respeto por
la vida se desvaneció en un instante; con solo un movimiento de brazo ¡¡PAFF!! masacré a los
artistas incrustándolos en la pared. Habíamos llegado a la casa-establecimiento del albardero.
Mi abuelo entornaba los ojos para así advertir intimamente el bullicio interior del habitaje. Se
acercó a la entrada con el pecho por delante, asemejándose a un tordo, y, dibujando una palabra
con el dedo índice en el aire:
-¡Anastasio, sal pa'que te vea!-. Propuso con recia voz.

Silencio. Nadie de dentro salía al exterior a recibirnos. Entre el silencio y la brisa, un gato gris que vagabundeaba sin rumbo junto a nuestro lado despidió un viento estomacal. Silencio otra vez.
Así hasta que esperamos cinco minutos. Al sexto empezaron a oirse rumores dentro de la casa que, por cierto, era de madera, y como tal, las maderas de lo que parecía el destartalado piso de arriba crujían y recrujían igual que sonaba un tálamo conyugal.

Tuvieron que pasar varios minutos, los cuales ninguno de los presentes contó. Llegué a pensar que no comería en casa, con la familia, y que no degustaría por segunda, tercera o cuarta vez aquel delicioso platillo de puré de verdura, pero en el fondo, algo muy profundo en mí sabía que toda ésa pantomima en la que estábamos abocados a seguir era cuestión de minutos...

Otro silencio. Un soplo parecía expelerse. Por fín había terminado. Mi padre se secaba la corona
de una ínfima gota de sudor y suspiró. El calor empezaba a trastocarnos los sentidos, mientras mi cabello
ya se aclaraba por el sol.
La puerta se abrió con renuencia. De ella salió una mujer cana, abrigada con prisas.
-¿Qué querís?-. Dijo con voz desconfiada y temerosa.
-Buen día, mujer, ¿está su señor ahí? Dígale que salga, que tenemos que departir-. Pidió el abuelo.

Aquella mujer gachó los ojos y asintió. Entró sin decir palabra. Al poco ya veíamos al ''señor'',
por el resquicio de la puerta entrecerrada, con su cuerpo embutido en vitola. Salió. Iba descalzo, con un pañuelo fino cubriéndole la testa. Andaba sucio y estaba demacrado por el sol, frutos de largos momentos en el campo, pero presentaba aún una sonrisa denticular que quizá mantuviera de sus años dorados de mozo.
-¡Hombe, Serafín, cuantu'tiempu!-. Dijo sonriente Anastasio, que ya le daba una palmadita en el hombro
 al abuelo.
-Sí, un tiempo largo. Oye, he venido a buscar la albarda pa'el borrego mío, el nuevo, ¿la preparaste?
-¿Eh?-. Era medio sordo, por lo visto.
-¡Digo que si tienes lista la albarda!-. El abuelo alzó la voz unos decibelios para que hacerse
entender.- Te la pedí hace ya más de dos meses.
-¡Oh, l'albada, sí, la tengo aquí, ¿pa' quien és?
-Para el borrico, quién va ser-. El abuelo nos miró a mi padre y a mí con una risita de comprensión,
 entre dientes, para con ese hombre. La mujer, de la cual no conozco el nombre, se sentó al pie de una escalera cercana, en la misma calle. Iba también descalza, con los pies ennegrecidos y me llamó
la atención por cómo se los fregaba con la extensión de la bata.

El abuelo y el albardero continuaban platicando y regateando sobre el precio de la montura, la cual aún
 no habíamos visto. Refunfuñando como un gato iracundo, el artesano cedió a buscar la albarda en un establo aledaño a la vivienda. Fue bastante rápido y fuerte pese a la edad que aparentaba al transportar su artesanía con toda clase de brío. Al fin vimos la silla y al verla me pareció escuchar la coletilla maestra de mi padre:
-¿Qué es eso?-. Sorprendido, no para bien, con aire incrédulo.- Dios mío...
Y entonces la miré celosamente, cada parte de esa cosa a la distancia. Ibamos a pagar más de
 cincuenta euros por eso. Al abuelo no le pareció que le hiciera mucha gracia y murmuró algo a su
viejo amigo por lo bajini. Y entonces el albardero abrió los ojos como naranjas y clamó al cielo:
-¡Me cagüendió, Serafín, m'estás engañando!


                     Publicado en: Lapiedraquehoradalalluvia.blogspot.com.es
                     el 2 de Octubre de 2012.
                     Texto de Jordi Rodríguez Serras.

Fotografía cedida por:  Frinis.
Casarrubia, 14/8/2012.























2 comentarios:

  1. Molt divertit aquesta barreja de prosa erudita i relat costumbrista amb vocabulari de poble. M'ha agradat especialment allò del "tálamo nupcial". Molts gats, no?

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Mèu, de gats n'hi han a tot arreu! Certament, m'agrada pensar que l'he escrit bé, que he aconseguit que jo mateix plasmés una situació ben normal com és anar a recollir una montura per ases. Feia molt de temps que no escrivia un relat. M'ha encantat tornar a fer-ho. Haurem de continuar, per tal de no perdre el costum (i les ganes de escriure)!

      Eliminar

¡Gracias por expresar tu opinión! Recuerda dar consejos constructivos
a todo herman@ poeta.